El primer sable roto


Ayer, ay, rompí mi primer sable. Además, por la espiga. Me quedé con la empuñadura en la mano, tal cual, después de un choque de cazoletas. El arma llevaba conmigo un año y diez meses y me había dado muy buen servicio. Nadie sabe muy bien por qué o cómo, se había curvado ligeramente, como un sable de caballería ligera francés AN XI, que tanto me gusta. Pero ¡bueno! Otra hoja sustituirá a la hoja perdida, es ley de vida.

El incidente me recordó famosas roturas de sables, entre las que destacan las famosas roturas de los generales y mariscales de Francia durante las guerras napoleónicas, que no ganaban para hojas. Dicen que Ney en Waterloo rompió cinco sables y reventó a tres caballos, o fueron cinco caballos y tres sables... Ay... Da lo mismo, una barbaridad.

Aquí tienen al general Lasalle.

Sin embargo, el beau sabreur por antonomasia es el general Lasalle, todo un personaje. ¡Anda que no rompió sables...! O los perdió. Uno en concreto lo perdió y lo volvió a recuperar, y la historia es como sigue:

Lasalle marchó a Egipto con Bonaparte en 1798 como coronel del 7.º de Húsares y en la batalla de las Pirámides consigue cortar la retirada de los turcos (mamelucos). Esa hábil y muy arriesgada maniobra le valió el ascenso a general de brigada. Fue entonces, seguramente, cuando se hizo con un magnífico sable mameluco y siempre más llevaría uno consigo en vez del sable de reglamento. Además, lo puso de moda.

Cerca de un mes más tarde, cuando acompaña al general Desaix en su avance hacia el sur en su ascenso por el Nilo (en el Nilo se asciende yendo hacia el sur), se enfrenta de nuevo a los turcos en la batalla de Salalieh. Y es ahí donde pierde y recupera su sable.

Era un 21 de agosto, en Egipto. Calor aparte (y no sería poco), los franceses se enfrentaron a los mamelucos una vez más. Como dijo Napoleón, un mameluco vencerá a un francés; diez contra diez, el asunto acabará en tablas; cien contra cien, la victoria francesa será aplastante, y la razón es la organización de la caballería francesa contra el arrojo caótico de los mamelucos. Digo esto porque no sería fácil intentar sobrevivir en una melée contra la tropa mameluca, sablazo va, sablazo viene, en ese justo momento en el que no vale para nada toda esa organización de la que tanto presumía (y con razón) Bonaparte y predomina el temido caos.

Ahí estaba Lasalle, en primera línea, como siempre. En éstas, ay, un sablazo le corta la correa que sujetaba el sable a la muñeca y el sable le cae al suelo. (Sería, seguramente, un bello ejemplar de sable mameluco, quiero imaginarlo así.) ¿Qué hace Lasalle? ¡No se lo pierdan! En medio del fregado, desmonta, va de aquí para allá buscando su sable (¿Ha visto usted un sable por aquí, joven?), da con él, lo empuña, vuelve a montar y continúa donde lo había dejado, ante la estupefacción del personal. No hay ni que decir que venció. 

Esa muestra de valor suicida provocó una grandísima admiración entre amigos y enemigos y se ha convertido en leyenda. Ahí la dejo, para uso y disfrute del personal.

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