Un coche de policía


Si alguna simpatía tuve por Ciudadanos, hace ya tiempo que se marchitó. Se arrojaron a la piscina del neoliberalismo y algunas de sus formas me desagradan. No respetaré sus ideas, pero sí su derecho a sostenerlas y defenderlas, siempre desde la razón y la crítica, la suya y la mía. Lo dicho vale para todas las demás formaciones políticas: cualquier idea merece ser tenida en cuenta y ha de ser discutida de manera crítica y racional; a la que interviene la fe y el fanatismo (una cosa y la otra son inseparables), a la que la república (la res publica, lo que es de todos) se convierte en una creencia, en un nosotros frente a un ellos y no en un ejercicio responsable de la confrontación de políticas e ideas, mal asunto, muy mal asunto.

Cerca de donde trabajo está la sede de Ciudadanos de Barcelona. Es llamativa, porque el color naranja de la formación no es precisamente discreto y sus ventanales ocupan toda una planta baja y un entresuelo, que se ven de una hora lejos. Esta mañana, al pasar por delante de su sede, un coche patrulla de la policía montaba guardia y se acababa de retirar otro que había reforzado la vigilancia esta noche pasada. Hasta ahora, y llevo un año pasando por delante cada día, no había visto policías de guardia; pero la situación (así, en cursiva) lo ha aconsejado.

En el mismo orden de cosas, una sede del PSC que lleva unos meses en mi barrio, que visitan de vez en cuando dos y el cabo (qué dedicación a la causa tienen algunos militantes, no deja de asombrarme a mí, que soy tan vago)... Esa sede, decía, fue apedreada ayer con unos ladrillos de considerable tamaño y dos personas que estaban ahí dentro sufrieron una agresión a manos del tipo que, a ladrillazos, se abrió paso hasta el interior de la sede. Un exaltado, me cuentan, y no hace falta que me lo juren. No es la primera, ni será la última, agresión que un partido político sufre en Barcelona. Añado, inmediatamente, que quienes más agresiones sufren son aquéllos cuyas ideas no coinciden con las que se exaltan desde el poder de la plaza de Sant Jaume, dato a tener en cuenta.

Lo que tendrían que ser anécdotas aisladas (pues siempre habrá cafres de uno u otro signo) se convierte en, hace ya tiempo que es, un síntoma de enfermedad política. Si no puedo decir en voz alta lo que pienso por miedo al insulto, al descrédito..., no creo que vayamos bien. Lo que quería decir desde el principio y digo ahora es que todo esto me produce una insondable tristeza. La sociedad en la que vivo está enferma y no veo médicos cerca.

En una democracia, la voz discrepante ha de ser atendida y combatida siempre desde la razón, si uno no está de acuerdo con ella, y su libre expresión ha de ser un tesoro, mientras no atente contra el bien común acudiendo al fanatismo (entonces, ni agua). Entre otras cosas, porque incluso el personaje más imbécil puede tener una buena idea o decir algo sensato. Quien, automáticamente, tilda de fascistas a los que no piensan como él se aproxima algo más que la media a lo que es un fascista, o demuestra muy a las claras que no sabe, no conoce o no ha experimentado el fascismo de verdad y que quizá tendría que conocerlo o experimentarlo, para hablar con propiedad y darse cuenta de lo idiota que ha sido; posiblemente el bocazas no sea más que un estúpido, en la mayor parte de los casos, y la estupidez es algo lamentablemente común. Pero también es cierto que hay quienes se aproximan más al fascismo que otros, y son aquellos que van con la fe por delante, la verdad a medias y la razón, de vacaciones en el exilio.

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