Los últimos días de Napoleón



Walter Scott fue uno de los padres de la novela histórica, pero también un notable ensayista. En ese oficio dedicó su atención al hombre que había puesto patas arriba la historia de Europa, dejando una huella tras de sí de la que muy pocos personajes historicos pueden presumir. Me refiero, naturalmente, a Napoleón Bonaparte. 

De La vida de Napoleón Bonaparte a este librito, que contiene tres documentos muy interesantes. Se titula Los últimos días de Napoleón y sigue titulándose (aunque no quepa en la cubierta, pero sí en la portada) Retrato imparcial del Emperador, su enfermedad y muerte, su testamento. Fue editado en Valencia en la primera mitad del siglo XIX y Guadarramistas Editorial ha vuelto a publicar el texto, provocándome un grandísimo placer como curioso y como lector. ¡Bravo!

Las tres partes del libro son: un retrato psicológico de Napoleón y el relato de sus últimos días en Santa Helena; la copia de su testamento (que dictó Napoleón, no Walter Scott); y una condena del affaire del duque de Enghien, que fue capturado por los franceses en un país neutral, llevado a Francia, juzgado sumariamente y fusilado en 1804. Un asunto muy feo.

Hay que añadir (y Walter Scott lo menciona) que cuando escribió este texto vivían muchos en Europa que habían servido al Emperador, que habían sido sus víctimas, que habían luchado contra él, que lo habían conocido... y que tenían, en suma, una opinión formada sobre él forjada con la memoria y la experiencia de sus propias vidas. Esto, a mi entender y visto hoy en día, aporta más interés al retrato que se hace de Napoleón, y más mérito. Porque Scott, aunque se deja llevar por sus propios sentimientos y opiniones (quién no), procede a analizar a Napoleón con la mayor objetividad posible y reconoce sus méritos cuando suma censuras, y viceversa. 

El testamento de Napoleón habla por sí solo. Hay que notar a quién menciona y qué dice de él. Obsérvese, por ejemplo, cómo trataba a los hombres y mandos de su Guardia Imperial, o las cosas que les dice a la familia. También parece alejado de la realidad, quizá. Aunque reparte mucho dinero entre mucha gente, hay que notar que gran parte del dinero que menciona nunca regresó a la familia. Lo que pudo repartir (sus ahorros) era bastante dinero, pero no la gran fortuna que uno podría imaginar. A ojo, unos cinco millones de francos, cuando Fouché, su ladino ministro, acumulaba más de veinte sólo en activos financieros. Pero ¡vaya número, Fouché!

El asunto del duque de Enghien lo trata Walter Scott con eso que dicen santa indignación, porque el asunto es considerado por muchos como una mácula imperecedera en el historial del Corso. El duque, príncipe Borbón, fue acusado de confabular contra el entonces Primer Cónsul, que había escapado a varios atentados y golpes de Estado muy serios (véase el asunto de la Máquina Infernal o la conjura de Pichegru). Conozco el caso con cierto detalle por haberme documentado, hace mucho tiempo, para escribir mi primera novela publicada, La conjura de Perregaux y desde entonces no ha dejado de interesarme. El comportamiento del cónsul Bonaparte no fue ejemplar, en relación al duque de Enghien, pero el comportamiento de aquéllos que censuran su reacción había sido antes mucho peor y de ese antes no se atreven a decir una palabra; pero ésta es una opinión mía, discutida, discutible, y por lo tanto, juzguen ustedes mismos, que ya son mayorcitos.

No seguiré. Con decir que me lo he pasado en grande con Los últimos días de Napoleón hay suficiente. Apta (casi diría que obligatoria) para bonapartistas y aficionados.

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