¡Lo que puede un madrugón!


Un viejo acorazado de costa austrohúngaro en la base de Cattaro.

En agosto de 1914, Montenegro declaró la guerra a Austria-Hungría poniéndose de parte de Serbia. Mal asunto, porque, sin ir más lejos, la base naval de las Bocas de Kotor (entonces llamada Bocche di Cattaro, en italiano) quedaba a un tiro de piedra de las baterías de artillería montenegrinas. Era la base más al sur de la Marina de Guerra Imperial y Real (se pronuncia Kaiserliche und Königliche Kriegsmarine). En su tiempo, había sido base fortificada de galeras venecianas.

Los montenegrinos instalaron varias baterías de artillería en el monte Lovćen y comenzaron a bombardear las fortificaciones austrohúngaras de Cattaro. No llegaban a tirar contra la flota, porque anclaba fuera del alcance de los obuses, pero los fuertes recibían de lo lindo. Los austrohúngaros respondían con sus viejos cañones de 15 cm y con las principales piezas de artillería de tres vetustos acorazados de costa que se refugiaban en Cattaro, doce piezas de 24 cm.

La situación se complicó enseguida. Francia y la Gran Bretaña se sumaron al número de enemigos y se inició la Primera Guerra Mundial. Como quien domina Cattaro, domina el Adriático, los franceses decidieron sumarse a los montenegrinos. Si eran capaces de derruir los fuertes austrohúngaros, desembarcarían tropas en Montenegro y tomarían la base al asalto, sin oposición.

Una pieza francesa de 12 cm, como las empleadas en la batalla.

Entre el 18 y el 19 de septiembre de 1914, en Antivari, Montenegro, el capitán de fragata Grellier, francés, desembarcó cuatro piezas navales de 15 cm y otras cuatro de 12 cm y sudó de valiente para llevarlas hasta la ladera sur del monte Lovćen. Un mes más tarde, los cañones franceses se sumaron a los montenegrinos en su bombardeo matutino. ¡Qué desagradable sorpresa!

Los austrohúngaros necesitaban más cañones y más pesados para salvar a los fuertes. El Radetzky, con cuatro piezas de 30,5 cm y otras tantas de 24 cm en cada borda, se sumó a los tres viejos acorazados de costa y su fuego se hizo notar desde el primer día. Pero las instrucciones de la flota ordenaban ahorrar munición. ¿Qué ocurriría si la gastaban toda contra el monte Lovćen y entonces aparecían los buques de línea franceses o ingleses? ¡Un desastre!

Pero ¿cómo vamos a echar a los franceses y montenegrinos del monte Lovćen si tenemos que ahorrar munición? Además, los fuertes ya están para el arrastre, estamos recibiendo la peor parte. Si esto sigue así, hemos perdido la base. Pues, habrá que pensar algo, respondió el comandante de la flota.

La batalla transcurría monótona desde hacía dos meses. Al amanecer, los artilleros corrían a sus posiciones, los observadores ajustaban los telémetros, fijaban el blanco del día y a la orden de ¡Fuego! se iniciaba el bombardeo. Cada día lo mismo.

Hasta que el 24 de octubre, justo antes de amanecer, los acorazados austrohúngaros abrieron fuego contra las baterías franco-montenegrinas. La primera vez en dos meses que alguien bombardeaba fuera de la hora convenida, antes de tiempo, pilló a todos por sorpresa. Un globo aerostático y un puesto de observación habían fijado las posiciones del enemigo hacía unos días. El cañoneo despertó a los artilleros lejos de sus puestos, en la cama, y no pudieron llegarse hasta sus piezas para responder. Las posiciones artilleras quedaron hechas un cisco.

A las diez de la mañana, después de un devastador y preciso bombardeo, los buques se retiraron de vuelta a la base. Regresaron tres días después (amunicionarlos llevaba su tiempo) y se aproximaron tanto a la costa que los franceses se retiraron un kilómetro tierra adentro y los montenegrinos dieron por perdida la batalla. Así se salvó la base de Cattaro.

¡Lo que puede un madrugón!

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