Remordimientos y banalidades (III)


El juicio a Adolf Eichmann finalizó el 15 de diciembre de 1961. Tras quince minutos de deliberación y pruebas que señalaban su culpabilidad más allá de cualquier duda, los tres jueces que formaban el tribunal lo condenaron a morir en la horca.

El señor Nagar, su verdugo, relató su muerte en la televisión alemana. Lo vi ahorcado. Su rostro estaba pálido, los ojos le salían de las órbitas, le colgaba la lengua, y de ella goteaba un poco de sangre. Las últimas palabras de Eichmann fueron un recuerdo para Austria, Alemania y Argentina y esa insistencia en su inocencia, pues él sólo había cumplido órdenes; algunos dicen que también dedicó un recuerdo a la familia y que moría creyendo en Dios.

Durante el juicio, celebrado a la vista de todo el mundo, la revista The New Yorker envió a una corresponsal de excepción: Hannah Arendt. Esta filósofa, especializada en teoría política, que compartía algunos puntos de vista con el existencialismo, la fenomenología o el marxismo (además de compartir durante un tiempo cama con un reconocido cantamañanas nazi, Heidegger), era ciertamente una reportera excepcional. Porque la teoría política de la señora Arendt puede (debe) ser discutida, pero su lucidez, su crítica y su capacidad de obseración, no, desde luego que no.

De su experiencia en ese juicio escribió un ensayo celebérrimo: Eichmann en Jerusalén (Un informe sobre la banalidad del mal). Lo recomiendo (aunque Arendt nunca es de lectura fácil, siempre es interesante).

Uno esperaba que la persona correspondiente al currículo de Eichmann fuera la personificación del Mal, un personaje escalofriante, capaz de congelarle a uno la sangre. Pero, qué va, Eichmann era un tipo vulgar, soso, un amante de la rutina, un funcionario eficiente, ambicioso, que hacía lo que le decían de la mejor manera posible, sin plantearse si estaba bien, mal o regular. La burocracia se había comido a la ética; lo importante era un trabajo limpio, eficiente, bien organizado, y eso era bueno; lo malo sería no trabajar bien; no había sitio para el bien o el mal en esta moral genocida.

A ver, Arendt dice (y lo repite con insistencia) que Eichmann no tenía disculpa posible y sostiene su culpabilidad, pero observa que tanto mal que hizo no lo hizo porque fuera un personaje tremendamente cruel, brutal o peligroso, ni porque fuera un sádico monstruoso, sino que hizo tanto mal porque era, en el fondo, un operario eficiente de un sistema que procuraba el exterminio de los judíos (o de quien fuera). Deja entrever que el sistema es el verdadero culpable y entonces...

Pero de ahí surge la idea de la banalidad del mal, una expresión acertadísima. El malvado es en verdad un tipo anodino que no se preocupa por lo que significa lo que hace, sino por cómo hacer lo que le han dicho que hay que hacer. Se trata de un trabajo, del cumplimiento de un reglamento, de unas órdenes que hay que cumplir... El espíritu crítico se ha ido al carajo por el camino, en alguna parte, y el monstruo más peligroso es aquél que actúa sin remordimientos. No hay compasión, pero tampoco sadismo.

La señora Arendt dispara todas las alarmas, porque insinúa que la condición humana es tal que cualquiera puede caer en la banalidad del mal. Se trata de evitarlo, dice, y en eso estamos.

La teoría de la banalidad del mal (en principio, una teoría filosófica-política) fue (y es) muy criticada. Los críticos afirman que esos personajes banales saben en verdad que cometen un crimen, pero encuentran en su trabajo una justificación suficiente; también aseguran que en un régimen totalitario y brutal (pero también en un sistema democrático), el mal puede ser considerado trivial, superficial y uno puede manipular la ética a su antojo, como si fuera una cuestión puramente burocrática. ¿Es el miedo el que nos obliga a expulsar la capacidad crítica a patadas de nuestro yo? ¿El miedo a qué? Si no es el miedo, ¿qué es?

Curiosamente, algunos experimentos de psicología parecen indicar que la banalidad del mal no es sólo una reflexión filosófica, sino parte de la condición humana.

Suerte que nos queda un verdugo con remordimientos. Para el señor Nagar, no fue banal el acto de matar al responsable de tanta muerte y tanto horror. El señor Nagar, un recluta, pensó en lo que estaba haciendo. Quizá sea esta la clave: basta con pararse a pensar un momento para alejar de uno el cáliz del mal. Y quizá por eso mismo la maldad tiene tanto éxito: nos dispensa de pensar.

Así, pues, por favor, sean críticos. Es un ruego.

No hay comentarios:

Publicar un comentario