Pantaleón y las visitadoras


¿Me permiten confesarme? No había leído nada de Vargas Llosa. Apenas algún artículo en los periódicos, y con alguno estaba de acuerdo y con algún otro, no, y ninguno me había llamado especialmente la atención. Me gustaba oírlo en las entrevistas que radiaban o televisaban, pero creía, sostenía, que era un escritor aburrido, de mucha palabra para poca sustancia. Hoy, damas y caballeros, tengo que reconocer en voz alta y delante de todos ustedes que pensar tal cosa fue una solemne estupidez. Burro de mí.

Me leí su discurso de agradecimiento por el Premio Nobel. Me gustó (mucho). Luego me regalaron Pantaleón y las visitadoras, que escribió en Barcelona, en el barrio de Sarrià, en la calle Ossio, entre 1972 y 1974, con la inestimable ayuda de Carmen Balcells, la famosa agente literaria, en la edad de oro de la cultura literaria de Barcelona. Pues he leído Pantaleón y las visitadoras y ¿saben qué les digo? ¡Que me lo he pasado la mar de bien! Es un libro divertidísimo.

El propio Vargas Llosa admite que escribió Pantaleón y las visitadoras para pasar un buen rato, y se nota. Pero es un libro que esconde tras el humor temas de mucha enjundia. Después de la risa queda la reflexión. Vargas Llosa escribió un buen libro, qué caray.

La historia es tan simple como absurda. Un oficial de intendencia recto y formal recibe el encargo del Ejército del Perú de montar un burdel de campaña itinerante para satisfacer las necesidades viriles de las guarniciones amazónicas. Aquí se lía todo y no les digo más. Ni que decir tiene que la censura prohibió la publicación de la novela. ¡Qué tontos ellos! ¡Qué cortedad de miras! Léanla.

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