A vueltas con la felicidad


Durante siglos, los filósofos se han preguntado qué es la felicidad. Algunos se han atrevido a ir más allá y han insistido en medirla. No es una cuestión baladí: con la definición y la mesura de la felicidad, podrían fomentarse políticas públicas de promoción de la felicidad y la felicidad sería parte tangible de la estadística y la economía. Podrían establecerse correlaciones entre felicidad y productividad y se sabría qué punto exacto de felicidad sería conveniente para asegurar el crecimiento económico, fomentar la creatividad, activar o desactivar el consumo, etc. Así, la política procuraría que fuéramos más felices o infelices según el caso, y desarrollaría herramientas para alegrarnos el día o echarlo por el desagüe. Quizá fuera necesario entristecerse para contener la inflación, o alegrarse para asegurar el sistema de pensiones. Qué sé yo.

Sin embargo, los gruñones del mundo observan que procurar la felicidad de uno mismo es un derecho, no un deber, y que pretender imponerla atenta contra los derechos del hombre. La ingeniería de la felicidad no sería más que una amenaza tremebunda contra la libertad. Los gruñones observan que prácticamente todos los sistemas totalitarios imponen la felicidad a sus súbditos, y trabajan para que todos sean felices. Ser infeliz no es patriótico, es antisocial, es hostil. Recuerden esas imágenes de campesinas rotundas, rubicundas y felices camino del campo, tan típicas en la iconografía totalitaria. ¡Qué felices son de cumplir con sus obligaciones! Pero observen también los anuncios de yogur, por ejemplo. Aquí sólo es feliz el que obedece a los reclamos publicitarios y come el yogur que regula las tripas. Es algo sutil, pero espeluznante, controlarnos mediante la fórmula de la felicidad.

En resumen, los gruñones recomiendan que cuando alguien prometa la felicidad, no le voten.

El control de la felicidad sería (es) una herramienta de represión espantosamente horrible. Sin embargo, no cedemos en nuestro empeño de definirla y medirla. Afortunadamente, los intentos de definirla y medirla son todos un fiasco. Ya mencioné el caso del Instituto Coca-Cola de la Felicidad, que decía que los españoles eran felicísimos. Ahora, a instancias de la revista Forbes, la empresa Gallup ha elaborado una lista de los países más o menos felices del mundo, y contradice al instituto. Los más felices, en orden, Dinamarca, Finlandia, Noruega, Holanda y Suecia. España aparece como en la 43.ª posición. Los franceses están en la 44.ª posición, ¡qué consuelo!

Una vez más, se ven las orejas del lobo. Forbes ya sabemos cómo las gasta y barre para casa, no va a barrer. En el artículo de marras, se asegura que la felicidad se compra con dinero. Más exactamente dice: The Gallup researchers found evidence of what many have long suspected: money does buy happiness --at least a certain kind of it. Sin embargo, uno de los comentarios de los lectores deja el estudio donde se merece. El lector, un noruego, asegura que el estudio es una verdadera gilipollez (nonsense, en inglés). Cada mañana cuando salgo a la calle esto parece un funeral, dice. Otros datos más objetivos (alcoholismo, asesinatos, suicidios, violencia doméstica, por ejemplo) llevarían la contraria a Gallup y Forbes. La experiencia vital de mis lectores es posible que también la ponga en duda. Yo no puedo decir que sí o que no, porque cuando creo que soy feliz ¿soy más o menos feliz que mi vecino? ¡Diablos! ¡Ni idea!

Ahí se apañe cada uno con la felicidad, la propia. Disfruten de la sonrisa de un niño, de un amanecer, un anochecer, un plato de judías con chorizo, un helado de vainilla..., de las faldas cortas que se ven en los bulevares o de una interesante conversación sobre la epistemología de la teodicea de San Agustín en el contexto deconstructivo contemporáneo, a discreción. Pero añado una cosa: cuando les apetezca, ¡sean gruñones! ¡Quéjense! ¡Critiquen! ¿Habría avanzado en progreso y bienestar un mundo feliz? ¿No es acaso el secreto la búsqueda de la felicidad y no la felicidad misma?

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