Envidias

[...] Pero sin esos maravillosos artefactos que son nuestras bañeras, nuestras neveras, nuestros mullidos muebles, que nos ahorran fatigas y suavizan nuestra condición, languideceríamos. La mejor prueba de ello es que los países del Sur y del Este sólo nos envidian una cosa: ni nuestros derechos del hombre, ni nuestra democracia, ni mucho menos aún los refinamientos de nuestra cultura, sino únicamente la plenitud material y las proezas de nuestra tecnología. [...]

De La tentación de la inocencia, de Pascal Bruckner, traducido por Thomas Kauf y publicado por Anagrama.

Este tipo de reflexiones pueden ayudarnos a poner las cosas en su sitio, digo yo. Prometo hablar más de Bruckner, que acabamos de conocernos, como quien dice.

Anatomía comparada

Es infinita la variedad de cuerpos y disposiciones del alma, y nada mejor que una playa para comprobarlo. Las doncellas exponen sus cuerpos al sol y accidentalmente, a la vista, que se recrea con el espectáculo. Allá asientan sus reales unas amigas, media docena, un universo mundo de opciones, todas las combinaciones posibles. Cuesta decidirse por una de ellas, ya que todas ríen.

El agua está fresquita, el aire es cálido, surge Afrodita de las aguas como un suspiro y me llena de gotitas al pasar. A tocar de la mano, yace adormecida la pálida valquiria. Al otro lado, un polvillo de sal se asienta sobre la piel morena, y yo, en medio, aplicándome a mis clases particulares de anatomía comparada.

Comilonas y danzas

Hace ya mucho tiempo, una amiga me preguntó por qué lo celebramos todo comiendo. Pues, no sé yo, respondí. Supongo que será el recuerdo de los antiguos, cuando comer era sagrado y reunirse a comer, una fiesta. Y eso es lo que hicimos la otra noche, reunirnos en el terrenito, preparar unas brasas y regalar a los dioses con el olor de las morcillas, las botifarres, el vino peleón y los postres. La cena fue un éxito.

No hay banquete sin danza, y de eso se encargaron los niños. A las doce, la vecina urbanización pone en marcha los aspersores. A las doce, los niños corrieron a bailar y cantar bajo la lluvia, y acabaron felices y empapados. La misión original de los aspersores tiene que ver con el mantenimiento del césped, pero la misión lúdica del riego no es ni puede ser despreciable.

Il giardino dei Finzi-Contini


Giorgio Bassani escribió El jardín de los Finzi-Contini entre 1958 y 1961. Es una novela tranquila, sin prisas, que transcurre en una ciudad de provincias, Ferrara, y alrededor de una familia riquísima, los Finzi-Contini. La cuestión es que el narrador se enamora de Micòl, la hija de esta gran familia, y ésa es la excusa perfecta para describir esa lenta decadencia de una gran familia, los últimos suspiros de un estilo de vida, de un dolce far niente que desaparecerá en pocos años. No será solamente la lenta desaparición de la aristocracia por culpa de la modernidad, sino algo más serio: la acción transcurre en los años treinta y todos los protagonistas son todos judíos. No diré más.

La historia transcurre lentamente, paso a paso, sin prisas, envuelta en un aire decadente que Bassani describe con maravillosa precisión. Hay que leerla dejándose llevar, hay que pasear por el jardín de los Finzi-Contini, hay que digerirla perezosamente después de comer, entonces se disfrutará como Dios manda.

Bassani nos regala escenas de gran belleza. En el prólogo, sin ir demasiado lejos. También, en la infancia del protagonista, que ocupa una parte significativa de la narración. En los capítulos finales, lo mismo. Los personajes están descritos con cariño, con meticulosidad, y uno los aprecia en seguida. Un novelón, vamos, aunque pertenezca al género melancólico.

La historia la ha llevado al cine Vittorio de Sica y después de llevarse un Oso de Oro en Berlín fue convenientemente oscarizada en 1971. Añadiré que he leído la novela en italiano, en versión original. Sólo espero que la hayan traducido correctamente.

Tiburones

Qué miedo. En Vilanova i la Geltrú avistaron una aleta. Cuenta la crónica que asomaba veinte centímetros por encima del agua, y que la vio un socorrista que nadaba a setenta metros de la costa. Se dio la alerta y les costó poco armar una de gorda. Al grito de ¡tiburón!, cerraron las playas y nos dejaron a todos con el susto en el cuerpo. Porque si el comedor de hombres se avistó en Vilanova i la Geltrú, bien podría asomar la parienta del escualo unas playas más arriba o unas playas más abajo, donde pongo el culo a remojar cuando aprietan los calores. La verdad, encontrarme con un gran blanco mientras hago pipí mar adentro no es precisamente el día de playa con el que sueño al despertar.
Hoy, las autoridades han vuelto a abrir las playas. De tiburón, nada, aseguran. Una falsa alarma. Ya puedo hacer pipí tranquilamente, mar adentro. Eso sí, cuidado con las medusas, la gripe, la hipoteca, la fianza de la ducha y la evolución del índice Nikei, que va mal estos días. De susto en susto, me dará algo.

Paisaje después de la batalla


Ahora sí que se acabó


Después de dos días de desenfreno, llega el final, cerca de la medianoche. Se disuelve la multitud. Algunos, pocos, acuden al paseo, donde una orquesta tocará lo que se toca siempre en la Fiesta Mayor, un poco de pachanga, un poco de los años ochenta y hasta canciones en un inglés que parece inventado.

Ha llegado el momento de plantearse si esos abrazos, esas palabras dichas a voz de grito bajo una lluvia de fuego, incluso esos picorcitos y esos calorcitos que le venían a uno acariciando la espalda de una moza, eran producto de la fantasía o de algo más. ¿Del alcohol? Qué complicado es ser joven. Los mozos y las mozas, antes de despedirse, cuchichean durante un buen rato, poniendo un poco de orden, o desorden, en sus vidas.

Foc a la bèstia!


Foc a la bèstia!, reclaman los mozos, pues no irán a guardar las bèsties fogueres en el Ayuntamiento sin quemar antes las carretillas que han sobrado, que no son pocas. Lo que comenzó como un bis improvisado, se ha convertido en tradición, y hoy no guardan ni gigantes ni grifos ni dragones que antes no hayan bailado con los mozos, que antes no hayan quemado toda la pólvora sobrante, aunque den las tantas de la noche y ninguno pueda con su alma.


El final


La procesión, y la fiesta, acaba cuando devuelven al santo a la parroquia, mientras repican las campanas, suenan tamboriles, gaitas, chirimías, petardos y vivas a San Bartolomé, y desde la playa disparan toda una batería de morteros. Lo que sigue después es un pequeño bis, que los habitantes del pueblo reclaman directamente a gigantes y demonios.

Las autoridades


¡Anda con las autoridades! El señor alcalde y los señores regidores todavía se creen que mandan en la fiesta. Hasta que tropiezan con los designios del señor rector, que en la procesión no se toca un pelo sin el permiso de los curas, que por algo es el paseo de San Bartolomé, y santas pascuas, que quien sabe de santos es quien es y no ése. Ya pueden llamarla, si quieren, procesión cívica, que será cívica, pero de San Bartolomé. Y lo de un Estado laico se lo pasan todos por el forro, porque el día que el señor alcalde no vaya tras el santo, se arma la de Dios es Cristo y la tenemos liada.

Durante todo un año, las autoridades civiles y eclesiásticas no tienen otro remedio que ponerse de acuerdo para ver por dónde pasa San Bartolomé y quién baila en honor del santo. Esa es la versión oficial, porque de verdad, de verdad, quien manda es la colla de gegants, dice uno. No, no, la de gegants, no, dice otro, sino la cofradía de no sé quién o la colla de no sé qué. Qué va, hombre, qué va, protesta un tercero. Quien manda en la fiesta es Fulanito, que es cuñado de Menganito, ése que toca la chirimía en la colla del de más allá, el mismo que se ha casado con Fulana, la hija del primo del sobrino de ese otro... Ah, Fulana, la que se entendía con el hermano del que tocaba el timbal en la colla de dimonis. No, no esa Fulana, sino esa otra que tuvo un lío con aquél que era amigo del secretario. Etcétera.


Las autoridades se limitan a verlas venir desde el balcón, que es lo que les toca.

La banda


Son los últimos de la procesión, que cierran con marchas y pasodobles. Por mucho que el pasodoble se titule Aires del Montsià, pasodoble es y será, que es lo que toca. Venga en este párrafo el reconocimiento que merece la banda. Cuernos, trombones y tubas, acarreadas durante horas y horas entre calores, turistas, indígenas y niños llorones, merecen un fuerte aplauso.

El santo


Nos ha tocado en suerte a San Bartolomé, y menos mal. Nos podría haber tocado un santo menos interesante. Bartolomé murió despellejado y desventrado, lo que tiene su mérito, y se anuncia con un cuchillo en la mano y las Escrituras bajo el brazo. Aunque ya nadie se acuerde, la Fiesta Mayor gira toda alrededor de San Bartolomé, que protagoniza la procesión por delante de las autoridades civiles, militares y eclesiásticas, porque tiene que verse quién manda aquí, caramba.

Lo que es yo, verlo y recordar el vals triste de El Padrino es todo una. Me imagino en Corleone, qué le vamos a hacer. En cambio, una amiga mía, de sangre andaluza y ardiente, al ver al santo en volandas, exclama que eso ni es santo ni es , que tendrían que ver cómo las gastan los santos en Sevilla. Procuro callarla asegurando que San Bartolomé dejó dicho que se gastaran los duros en fuegos y chirimías, no en tallas de Berruguete.

Gigantomaquia


No sé qué significa el gigante, que vengan los antropólogos y me lo expliquen. Muchos pueblos aquí, allá y hasta en el Lejano Oriente, gastan el equivalente a los gigantes y cabezudos. Será una manía freudiana relativa al tamaño, será el recuerdo de la Edad de Oro, donde vivían héroes, dioses y gigantes, será quién sabe qué será, pero los gigantes despiertan una pasión desmedida.

Los tratan como antaño a los ídolos. Tienen su casa y se sigue un complicadísimo ritual para peinarlos, para vestirlos, para llevarlos de un sitio al otro, siempre acompañados de chirimías y tamboriles, y eso durante todo el año. Ahora salen, ahora entran, ahora se visten, se desvisten, se cambian de gorra, se dejan la barba o el moño. Los niños que dejan el chupete lo ofrecen al gigante, que acaba la procesión con una ristra de gomas colgando del pomo de la espada que echa para atrás. Los geganters, los que llevan a los gigantes, mandan en la Fiesta Mayor más de lo que quisieran alcaldes y curas, porque ellos abren la procesión, y el baile de los gigantes es siempre el más aplaudido de todos.

Dicen que la fiesta tiene mucho de pagano. Bah, ya será menos. Aunque el asunto de los gigantes es de lo más pagano que me he echado en cara, la verdad sea dicha.

El baile de la Pasión


En catalán le llaman la moixiganga, y es uno de los bailes más antiguos. Eso sostienen los fiestólogos, que no faltan en el pueblo. Estos sesudos intelectuales afirman que es un baile estrictamente religioso, pues los danzarines reproducen varias escenas de la Pasión de Cristo al toque de chirimía y tamboril.

Si se observa que alguien atiende al paso de la muixiganga y aplaude a rabiar ante una de las figuras, ése es nativo. Si se observa, por el contrario, que se retira, ése es de fuera. No falla nunca.

Los fuegos


Somos unos sibaritas: falta ritmo, sobran esas luces, demasiado cursi, un poco lejos, va flojo y el viento no ayuda, esa palmera no ha estado mal, a ver cuándo tiran un buen petardo, y así todo el rato. Y cuando un forastero exclama oh, qué bonito, le chistamos y protestamos. Un poco de silencio, decimos, por favor. Porque cuando uno va a ver los fuegos, es como si fuera a ver la sinfónica, caramba, y la labor de los artificieros merece un poco más de respeto.

Tecnología punta


Resulta que una bèstia foguera es una máquina sofisticada. En primer lugar, se construye con materiales ligeros e ignífugos. La cuestión de la inercia y del punto de equilibrio marcará su capacidad para correr detrás de los mozos escupiendo fuego y humo, o su agilidad en el baile, y una cosa riñe con la otra. Luego viene la cuestión de las pólvoras. Hay petardos para abrir camino delante de la bèstia, los hay que avisan con un penetrante silbido, los que estallan simplemente o los que antes provocan una lluvia de chispas. Se disponen aquí o allá dependiendo de lo que vaya a hacer la bèstia. Que enfila una recta larga, carga la boca con una lluvia de chispas y la cola con estruendos y silbidos. Que baila en una plaza, carga con chispas y silbidos delante y detrás. Etcétera. Un arte.

La apoteosis de la gallina

La gente es muy puñetera, especialmente los que procuran por el bien de la tradición y las costumbres, los que desprecian la novedad, lo que viene de fuera, lo que no es de aquí, y no tienen reparo en largar contra lo que se tercie. La gallina no iba a ser menos, y digo gallina con toda la mala idea.

En el pueblo había una bèstia foguera, el drac (el dragón). Llevaba allí desde los años veinte, poco más o menos, y a santo de qué iba nadie a poner otra bèstia en los bailes, se quejaron los de siempre. La nueva oficialmente era una águila, aunque lo más correcto sería decir que era una especie de grifo. Águila o grifo, se ganó el sobrenombre de gallina y los de siempre se reían de ese bicho con pretensiones de bèstia foguera. Mira, por allá viene la gallina, decían.



El tiempo ha demostrado que el grifo es tan mala bestia como el dragón y ya nadie tiene las narices de burlarse de la gallina. Gasta unas pólvoras que para qué te voy a contar. Mira, por allá viene el águila, dicen ahora.

Carretillas

Lucifer

Cuentan los mentideros que Lucifer, el jefe de la colla de dimonis, es un personaje notable. Este Lucifer lo es, lo fue el anterior, y el de antes, y lo será el siguiente, y así siempre. Cuentan que Lucifer tiene licencia para mil y una trapacerías a lo largo del año, aunque no sé yo, porque hay mucho de leyenda en todo esto que cuentan. De todos modos, verlo avanzar con la gran maza delante de toda la colla es impresionante y cualquiera va y le pregunta.

A golpe de maza

A mí me gustan las pólvoras. Aunque soy un cobarde con carné, el fuego, el humo, las explosiones, me ponen. Por lo tanto, mi devoción está con los dimonis y con las bèsties fogueres, aunque procuro mantenerme a una distancia segura y prudente. No así las pobres turistas, que se ven sorprendidas y asustadas por tan bárbaras costumbres.

En cambio, los indígenas se lo toman a su aire. Sorprender una conversación entre un dimoni y un indígena es fácil. No hay lugar más seguro que debajo mismo de la maza, aunque parezca que no.

Nos volvemos a encontrar

Lo mejor de la fiesta son los amigos y conocidos. Los hay indígenas y los hay, como yo, veraneantes de toda la vida. Todos acudimos a la fiesta, donde se forjó nuestra amistad, donde echamos el ojo por primera vez a alguna moza, donde también pillamos la primera cogorza. En el momento menos pensado, tropiezas con ese amigo que no veías hace años.

Bailarinas

En los años ochenta, la Fiesta Mayor vivió años de cambio e innovación. Apareció una nueva pareja de gigantes, otra bèstia foguera, más colles de danzarines, las gaitas, etcétera. La mayor novedad de todas fue la aparición de bailes populares para mujeres, que no había. Fue una revolución.

Hoy nadie se acuerda de ello, pero verlas saltar y brincar al ritmo de las panderetas acalló todas las críticas, que fueron muchas y muy duras. A decir de los puristas, el espectáculo compensaba la traición, y los ojos se iban tras las mozas.




Gaitas, chirimías, dulzainas y tamboriles

En la fiesta tiran de dulzainas y chirimías, acompañadas de tamboriles, como en tiempos del Quijote. A estos instrumentos de madera y viento les llaman gralles, en catalán, y los grallers, los que soplan chirimías y dulzainas, tocan agrupados en colles, cada colla con su baile y uno o dos tamboriles para marcar el ritmo. Los indígenas del lugar discuten mucho sobre la calidad de las colles y el sonido de las chirimías, como si les fuera en ello la vida. Un buen graller es venerado como un héroe, y las fiestas se inician de verdad no con el pregón, sino con la presentación de las colles de grallers, el mediodía de la víspera del santo patrón.



Con notable riesgo de mi vida digo que el sonido de una gralla no es precisamente agradable, pero forma parte del paisaje. No se entiende la fiesta sin el fuego, pero tampoco sin gralles ni grallers. El chirrido de las chirimías marca el ritmo de la fiesta, de principio a fin. Antiguamente, los grallers se ganaban la vida soplando de pueblo en pueblo, y ese sonido estridente y agudo, a veces áspero, pocas veces dulce, es, probablemente, el elemento más antiguo de la fiesta.

Tirar contra las chirimías es arriesgado, pero se tolera tirar contra las gaitas. A fin de cuentas, la gaita apareció en los años ochenta, como la gran innovación, ya ves. No es de aquí, viene de fuera, dicen, y sobre todo, no se sent (no se oye). Cómo se va a oír, pobrecita, oculta entre el chirriar de tantas chirimías.


Los colores de la fiesta

Este cuaderno no tiene libro de estilo, para qué lo iba a tener. Pero decidí, al abrirlo, que sus imágenes serían en blanco y negro. Porque sí, porque lo digo yo, razones de peso y más que suficientes. Hasta que llegó la Fiesta Mayor, toda llena de colores, y me he visto en la situación de ilustrarla. Ha vencido el blanco y negro, aunque los rojos fulminantes, los azules luminosos, los amarillos ofensivos y el resto de la gama me lo han puesto difícil, porque la fiesta es de colores o no es, qué le vamos a hacer.




El camino del tabaco

Editorial Navona (http://www.navonaed.com/) ha publicado varios libros de Erskine Caldwell, cosa que agradecemos mucho. Hasta ahora, si no he perdido la cuenta, El camino del tabaco, La parcela de Dios y Tumulto en julio. Los tres, notables. Hablaré del primero de ellos, El camino del tabaco (Tobacco Road, 1932), traducido por Horacio Vázquez-Rial.

El libro describe la miseria de la familia Lester, campesinos blancos y misérrimos del sur de los Estados Unidos durante la Gran Depresión. Cuando Caldwell habla de miseria, habla de hambre, con todas las letras, pero también de una profunda, e irrecuperable, degradación moral. Los Lester son escoria humana, canalla, poco más que bestias, y no parece que puedan ser otra cosa. Caldwell nos enfrenta a una realidad desagradable, y está bien planteársela de vez en cuando, sin panfilismos ni utopías.

El relato es duro. Así, por ejemplo, Ellie May Lester tiene dieciocho años, un labio leporino que le llega a las narices e intenta seducir a su cuñado para robarle unos nabos. ¿Cómo? Su hermano Dude comenta la jugada con su padre, Jeeter.

«—Ellie May está haciendo lo mismo que solía hacer aquel viejo perro de caza tuyo cuando tuvo sarna —dijo Dude a Jeeter—. Mira cómo se frota el trasero en la arena. Aquel perro también solía hacer el mismo ruido que está haciendo Ellie May; parece el chillido de un cerdito, ¿no es cierto?»

Eso, en las primeras páginas, que luego todo es un suma y sigue, un no parar. La novela es magnífica y la recomiendo, pero no es apta para todos los estómagos. Quien imagina el sur de Lo que el viento se llevó, mejor que deje a Caldwell y se pase a Isabel Allende, que el asunto no es precisamente del color de rosa.

Los sureños quisieron emplumar a Caldwell, por pintarlos tal cual, y le dijeron de todo menos guapo. Los del norte, en cambio, se quedaron con lo pintoresco y montaron una obra de teatro, que tuvo su éxito. Del teatro, al cine, y John Ford, el grandísimo John Ford, filmó Tobacco Road entre Qué verde era mi valle y Las uvas de la ira. Salió una película irregular, extraña, que los fordianos insisten en olvidar, como si nadie la hubiera filmado jamás.




El orinal de Duchamp

La gente no va por ahí preguntándose qué es el Arte, ni falta que le hace. Algunos amigos míos, gente próspera, bien alimentada, razonablemente feliz y sensata, no se lo han preguntado nunca. Es más, delante de un Miró afirman que eso lo haría mi niño y delante de un Pollock, qué horror. Si les preguntas acerca del orinal de Duchamp, padre de todas las desgracias del arte contemporáneo, fruncirán el ceño y te preguntarán quién era Duchamp. Mi respuesta favorita es que Duchamp era el socio del señor Water, de Chicago, Illinois, y que los primeros retretes con cisterna y boya los patentaron precisamente Water & Duchamp Ltd. De ahí viene el váter por el retrete, y la ducha, añado, y la respuesta, razonable, precisa, verosímil, les satisface muchísimo.

Duchas con fianza

Dicen que las corrientes han traído aguas del norte, más frías, y hoy se está fresquito con el culo en remojo. El aire, en cambio, sigue sofocante y no se mueve una hoja. Las mozas se tuestan en silencio, al sol, por ver cuál se muere antes del soponcio. Hay que verlas. Cuánto sacrificio por una piel un tanto así más oscura. Algunas valquirias, hechas a las brumas y los mares bálticos, están despellejándose por momentos.

Mientras tanto, a modo de prueba, el ayuntamiento ofrece una tarjeta que da derecho a cinco minutos de ducha y lavapiés. Sin tarjeta, no sale agua, ni suplicando. La tarjeta la consigues en el chiringuito, entregando una fianza de dos euros. Así ahorran agua, dicen, y es verdad.

Pero ¿qué quieren que les diga? El año pasado, cada media hora poco más o menos, una mulata se acercaba a las duchas y dejaba que un chorro de agua fresquita le corriera por el cuerpo. Era cosa digna de verse, y se habían dado aplausos entre el público. Pero la fianza, maldición, ha puesto fin al espectáculo, que era fresco y espontáneo.

Pero algunas cosas siguen lo mismo. El chuloplayas se hace con una tarjeta, busca y rebusca hasta dar con una sofocada valquiria y propone una ducha, por ver si pica. En mis tiempos, llegar a la ducha era mucho más complicado.

Vacaciones

Suena el despertador. Es una hora indecente, pero sonrío, porque estoy de vacaciones y me quedaré en la cama, tan contento. Pero el sueño no regresa: Morfeo se ha largado con viento fresco. Acabo pensando en eso, aquello y lo de más allá. Comienzo a preocuparme. ¡No sabía que había dejado tantas cosas para las vacaciones! ¡Hay tanto que hacer...! Creo que no me va a dar tiempo.

Refutación de Hegel

A decir de Schopenhauer, Hegel se refuta a sí mismo. En su Filosofía de la Naturaleza, Hegel afirma:

§302. El sonido es el cambio en la condición específica de la segregación de las partes materiales y en la negación de esta condición; tan sólo una idealidad abstracta o ideal, por así decirlo, de esa especificación. Pero este cambio, en consecuencia, es inmediatamente, en sí mismo, la negación de la subsistencia específica material, que es, por lo tanto, la idealidad real de la gravedad y cohesión específicas, es decir, el calor. El aumento de calor de los cuerpos en resonancia, semejante al que experimentan los cuerpos por el rozamiento, señala la aparición del calor que se origina, conceptualmente, junto con el sonido.

A la luz de la prosa de Hegel, Popper afirma que Hegel es un hito en la historia del pensamiento, o la falta de pensamiento, universal.

El sitio de Gifu

Se llamaba Hosokawa Yusai. Vivía en el castillo de Tanabe, en la provincia de Tango, con sus libros y pinceles. Había enfundado la espada y abrazado el estudio y la poesía. Los jóvenes guerreros recitaban sus poemas a la luz de la luna, después de aprendérselos de memoria.

Años después, volvieron a enfrentarse los señores de la guerra y Yusai, puesto en el brete de escoger entre uno u otro bando, dijo que se debía a su señor, Tokugawa Ieyasu, entonces en horas bajas y acosado por los ejércitos de Ishida Matsunari. Nadie le obligó, pero el anciano reunió a quinientos hombres, se despidió de todos, se llevó consigo sus libros y pinceles y días después ocupó la fortaleza de Gifu, en el camino de Oyama. Los muros de Gifu eran lo único que separaba entonces la retaguardia de Ieyasu de los ejércitos de Matsunari.

Una mañana de agosto, llamaron a la puerta de Gifu los capitanes de Matsunari. A su orden, quince mil hombres asaltarían el castillo, dijeron. Pero Yusai no quiso rendirse, ni cambiar de bando. Antes se abría las tripas delante de todos, allá mismo, afirmó. No había nada más que decir. Tomaron el té, admiraron los bellos libros de la biblioteca de Yusai y cantaron sus versos. Regresaron al campamento con el corazón en un puño, pues ninguno de ellos quería presentarse delante de Matsunari con la cabeza del gran Yusai en la mano, y eso era algo que podía sucederle a cualquiera de ellos.

Emplazaron la artillería, formaron los mosqueteros, se aprestaron las escalas y se dio la orden de abrir fuego. Tan pronto el viento se llevó el estrépito y el humo de las pólvoras, se descubrió que nadie se había atrevido a cargar los cañones con bala, no fuera ésta a darle a Yusai.

Así tiraron durante semanas, de vacío, hasta que se presentó en el campamento un emisario del emperador. Había llegado hasta los oídos de su divina majestad que la vida del anciano Yusai corría peligro, y que los libros que atesoraba podían perderse para siempre. Su divina majestad había dicho que ninguna diferencia entre los señores Matsunari e Ieyasu justificaba que se perdiera una sola de las páginas de aquellos libros tan raros y tan bellos. Su divina majestad, ya puestos, había ordenado a Yusai devolver los libros a Tanabe, en la provincia de Tango, de donde nunca tendrían que haber salido. Allá cuidaría de ellos hasta nueva orden.

Sólo así se rindió Gifu, en agosto de 1600, y es rigurosamente cierto.

Mendel el de los libros

Stefan Zweig escribió Buchmendel en 1929. Ahora lo edita Acantilado, traducido por Berta Vias Mahou, y lo recomiendo y lo regalo a menudo.

Es un librito magnífico, de sesenta y cuatro páginas que se leen en un pis pas. Es tan breve que no sé si narra o sólo describe las aventuras de Jacob Mendel, un viejo judío que compra y vende libros preciosos en un café vienés. No diré más, porque no hay mucho más que decir y no quiero aguar la fiesta de los posibles lectores. La trama es simple, pero se desarrolla casi perfectamente en la memoria y las inquisiciones del narrador. ¡Ojalá pudiera escribir yo así, tan ricamente!


En cuanto al título en español, cabe preguntarse si es Mendel el de los libros o tendría que ser Mendel, el de los libros. Es un debate interesante, pero que no viene a cuento. Yo voto por poner la coma entre Mendel y el de los libros, pero tanto da mi voto, en estos casos.

We choose to go to the Moon

Gran frase la de JFK: We choose to go to the Moon. Luego añadió: We'll do it first. Un discurso brillante. Los americanos aceptaron el reto, dieron lo mejor de sí, se plantaron en la Luna y Neil Armstrong citó la frasecita que constará en los libros: That's one small step for man, one giant leap for mankind. Cuentan las crónicas que luego se le soltó la lengua y pasó el tiempo contándole aventuras eróticas a su compañero, Aldrin, mientras los de Houston le rogaban que cerrase la boca, que estaban en directo. Cosa de los nervios, pobrecito. No todos los días pone uno el pie en la Luna.

Podemos ver el viaje magníficamente reproducido en este enlace: http://wechoosethemoon.org/.

Aunque el tiempo nos ha vuelto cínicos y desconfiados, creo que esta aventura merece un puesto de honor en la Historia. Si no lo merece, me da igual: yo se lo doy. Porque mi primer recuerdo consciente es ver por televisión el lanzamiento del Apollo XI.

Six, five, four, three, two, one, zero... all engines running!

Fue el 16 de julio de 1969, a las 10:32 h. (hora local).

Cosas de la edad

Mis amigos y yo llevamos un tiempo observándola. Alta, esbelta, se deja mecer suavemente por la brisa. Aunque, observa uno, se inclina peligrosamente hacia la casa del señor rector. Un día de éstos, el señor rector se llevará un disgusto, augura, pero todos le decimos que no, que si aguantó los temporales de este invierno, ya puede con lo que le echen. Bah, responde, enfurruñado.

Pero, bien mirado, crece torcida, y discutimos sobre la oportunidad de unos tirantes que la sujeten por aquí y por allá. Uno, desde el ayuntamiento. El otro, desde la iglesia, el tercero, no sé. Hablamos por hablar, y dejamos pasar el tiempo, al fresco, viéndola oscilar lenta, lentamente.

Es el ser más viejo del lugar. Hace unos años, en las afueras, el mérito lo tenía un algarrobo con cien, con doscientos veranos a cuestas, quién sabe, aunque yo me hubiera inclinado por una vieja vid de uva moscatel, una planta centenaria cargada de racimos dorados, orgullosa y soberbia, que presidía varias filas de un viñedo con la misma traza que un coronel de granaderos se planta delante de su regimiento. La promoción urbanística se llevó por delante algarrobos y viñedos, y el cemento ocupa el lugar donde antes libaron cabras, dioses y héroes, mi infancia.

Cuenta uno de mis amigos que la trajeron de Elche. Quién, por qué, pregunto. Qué sé yo, me responden. Eso no se pregunta. Cuenta otro que la fotografiaron cuando las Guerras Carlistas, y que la impresión en la placa de vidrio la mostraba bajita y rechoncha. Normal, por la edad, que luego nos estiramos todos, le apuntan. Allá donde la ves, digo yo, ésta ha visto una reina, varios reyes, dos repúblicas, dictaduras, tiranías, las ha visto de todos los colores. Es que tenemos una historia que parece que no se acaba nunca, decimos.

Pues ¿qué queréis que os diga? Yo sigo en mis trece. Cualquier día se despierta el señor rector con la palma por birrete. No, qué va, respondemos, y seguimos contemplándola mientras se mece suavemente, tan linda, tan llena de gracia. La verdad es que crece torcida, insistimos, después de un breve dolce far niente.

Serán cosas de la edad.


¡Pum!

Dicen que una directiva europea quiere acabar con los petardos. Con la fiesta, mejor dicho, con los correfocs, esos desfiles de origen religioso que sacan los demonios a la calle. La mayoría de las colles de diables no tienen cien años, pero la tradición de quemar pólvoras es tan mediterránea como el aceite de oliva. Y ahora vienen los bárbaros del norte a jodernos la marrana, dicen.

De eso se queja la Federació de Diables y Dimonis de Catalunya (FDDC), y no le falta razón. Se acabó bailar bajo una cascada de chispas, se pone fin a las camisas agujereadas por limaduras de hierro incandescentes, ya no correrán los niños delante de la bèstia. Ahora, el petardo típico de un dimoni será activado por un artificiero a quince metros de distancia del público, bajo estrictas medidas de seguridad, con un descargo de responsabilidades y el permiso de las autoridades competentes, no sea que alguien se haga daño. Como dijo un insigne presidente del Congreso de los Diputados, y la frase pasará a la historia, ¡manda güevos!

La historia me recuerda a Goethe. Hay que leer su Viaje a Italia y detenerse en las páginas que celebran el Carnaval de Roma, aunque celebrar, lo que se dice celebrar, es un decir. Nunca había visto a Goethe tan desconcertado y cuando veo a los turistas rojo gamba que vuelven de la playa enfrentados a una colla de diables, descubro esa misma sensación del Dios mío, dónde nos hemos metido, sáquennos de aquí. Luego serán esos mismos turistas rojo gamba los que se pondrán ciegos de sangría y practicarán la micción pública nocturna, pero ésa es otra historia.

Compárese el carnaval de Goethe con el de Dumas, en El Conde de Montecristo. Qué abismo separa ambos mundos y ambas lecturas. Comienza el evento con una ejecución pública y todo es un suma y sigue de sangre y fuego. Porque la fiesta sin sangre y fuego no es fiesta ni es nada, y eso es incapaz de entenderlo Goethe. O la Comisión Europea.


[Nota: la fotografía, retocada, es de http://www.diablesdesitges.cat/.]

Presuntamente

Dice la noticia que un hombre mata con una escopeta presuntamente a su mujer, en Ronda, aunque bien pudiera haber sido en cualquier otra parte. Es decir, se presume que la mató con una escopeta, aunque no se sabe ciertamente. Del mismo modo, se dice que la interfecta era su mujer, aunque bien podría ser cualquier otra. Es posible que el crimen fuera en Ronda, pero no podemos asegurarlo. Pero también, y ésta es buena, podemos interpretar que la mató presuntamente, lo que me lleva a preguntarme cómo se puede matar presuntamente a nadie.

Lo de matar presuntamente es digno de interés, porque ese mismo día mataron presuntamente a alguien en los titulares de un periódico de la competencia. La mata presuntamente y luego intenta suicidarse, o algo parecido. Parece seguro que intentó matarse, pero sólo podemos presumir que la mató.

Desde hace unos días, la gente mata presuntamente, o muere presuntamente, añadiendo al horror del crimen la angustia de la incertidumbre. Y la culpa de todo la tiene la gramática, y no veo que nadie tome cartas en el asunto.

Desde que El País publicó algo sobre la caza de vallenas que no me reía tanto.

Una de Baudelaire

[...]

Ta tête, ton geste, ton air
Sont beaux comme un beau paysage;
Le rire joue en ton visage
Comme un vent frais dans un cel clair.

[...]

Directamente de Les Fleurs de Mal, del Sr. Baudelaire.

A mediodía

En medio de la canícula, a vueltas con las vacaciones, abro este cuaderno y me pregunto qué escribir. Los que me conocen saben de mi afición por Nietzsche. Será inevitable mentarlo.

Citaré uno de los pasajes más bellos de su obra, que Sloterdijk me obligó a releer. Pertenece a la cuarta y última parte del Zaratustra. El capítulo, A mediodía. Dice así:
Como una nave cansada en la más silenciosa de las bahías: así descanso yo ahora próximo a la tierra, leal, confiado, esperando, unido a ella a través de los hilos más tenues.

¡Oh, felicidad! ¡Oh, felicidad! ¿Quieres acaso cantar, oh, alma mía? Yaces en la hierba. Pero ésta es la hora misteriosa y solemne en que ningún pastor toca su flauta.

¡Ten cuidado! Un caluroso mediodía duerme sobre los campos. ¡No cantes! ¡Silencio! El mundo es perfecto.


La traducción es de José Rafael Hernández Arias, en la versión del Así habló Zaratustra tan bellamente editada por Valdemar en 2005.

El mundo es perfecto. Ojalá todos los veranos fueran así.